lunes, agosto 27, 2007

Era yo (relato corto)

La ciudad, apresada en su mundo de brumas y coches, se me asemejaba a un misterio de cemento y árboles; no paraba de caer lluvia torrencial, mantas y mantas de gruesas y largas gotas que estallaban contra el suelo mojándolo. La gente, encerrada en su casa, leía o veía la tele; yo, frente al ordenador era incapaz de hacer nada, echaba tanto de menos a mis amigos que el simple hecho de conectarme al ordenador se me hacía un mundo. Mi padre trabajaba para una empresa que lo había destinado hasta aquel lugar mojado y con olor a pesadumbre. Mi madre, siempre ciega y fiel, había decidido que lo siguiésemos por más que mi padre hubiese insistido en que no era necesario. Así que ahí estábamos, sin conocer a nadie, pasándolo mal y con pocas ganas de hacer nada. Pasaba el día en el instituto donde mi hermana mayor ya se había granjeado algunos amigos y amigas que la seguían a todas partes y la halagaban; yo, sin embargo, me sentaba al final de la clase, esperaba a que dijesen mi nombre al pasar lista y me quedaba allí, sentado, haciendo como que tomaba apuntes mientras miraba al profesor. Para colmo, no soy de esa gente extrovertida a la que no le cuesta nada hacer amigos, con un par de chistes se granjea amistades. No, imposible. Mi carácter tímido me hace retraído, un leve tartamudeo me impide abrirme. Ya me costó hablar el primer día de clase, cuando me hicieron levantarme y hablar de mí, de dónde venía, de mis aficiones, menos mal que el profesor se dio cuenta a tiempo de mi apuro y me sacó de él diciéndome que me sentase. La gente se quedó sorprendida al saber que me gustaba leer, que era muy aficionado y que me podía defender en cualquier conversación literaria de cierto nivel. El profesor me miró. No eres un caso muy común, dijo, con una leve sonrisa. Supongo que estaría orgulloso de mí sin conocerme. Nadie habló conmigo ese día, ni el graciosillo, un tipo delgado y alto que se creía ingenioso, y que copiaba los chistes de un humorista televisivo, pero él jugaba con ventaja: sus compañeros y compañeras- a las que hacía más gracia y se desternillaban con él-. Nunca he soportado que se hiciesen chistes a mi costa, y por culpa de uno de ellos tuve que sacar mi lado malévolo y responder. Dije algo que no recuerdo, solo que todo el mundo me miró, abrió la boca y se volvió. Creo que esa fue mi verdadera perdición. Nunca debía responder, es más, debería haberme reído, pero es que realmente me dolió. Creo que ahí rompí la barrera del ignorado y pasé a la del maltratado. Hay un límite para todo, yo lo sobrepasé contra uno de los pesos pesados, porque, como en casi todos los lados, también había una especie de estamentos que no debían violarse. A lo largo de los días, cuando las putadas se hacían soportables, como el pan de cada día, incluso se me olvidó la pregunta esa de ¿por qué a mí? Pues porque era yo, tan solo por eso, por haber hecho lo que (sé) algunos morían de ganas por hacer. Pasaron entonces del pobre Gabriel- un tipejo gordito, con gafas, bastante tímido- y fueron a por mí, planificando cada día para hacérmelo pasar como si fuese una gran mierda, un detritus vapuleado, sin sentimientos, sin conocimientos. No hay dolor, ahora ya no lo hay, porque he olvidado incluso qué es. Ahora, cuando todo está muy lejos- ni olvidado, ni curado, por supuesto- la retórica es lo único que consigue sacarme de las malditas pesadillas que me acechan aun cuando estoy despierto. Supongo que ya no es miedo, es algo más. Lo peor de todo no fueron los golpes, que dolían más o menos, sino las consecuencias, más que físicas, psicológicas, las que me hicieron entrar en un mar de dudas, cuestionándome hasta lo incuestionable. Movido por el olvido, la violencia, me convertí en una especie de fantasma en carne y hueso, un muerto vivo que no aguantó más de dos semanas el suplicio que no sabía muy bien por qué razón sufría.
Hay un momento en que te derrumbas, y ellos se sienten complacidos, pero lejos de parar intensifican su maldad, son como diablos deseosos de ver el sufrimiento, de sentirlo entre sus manos. Lo peor son las risas orgullosas que todavía hoy resuenan en mi cabeza, como ecos de algo que quiero olvidar y no puedo. Es una maldición de mi cerebro, permanente, que dejó secuelas invisibles, de esas que perduran por el tiempo y que, por más terapia psicológica que se aplique, no se cura. Hay cosas que permanecen en alguna parte de la memoria y que, cuando menos lo esperas, florecen, renacen, resucitan en forma de pesadillas, de recuerdos; y duelen como puñales.
Cuando llegó la ayuda yo era una piltrafa de mí mismo. Alguien que vio una de las vejaciones a las que me veía sometido, fue a hablar con el Jefe de Estudios. Nunca supe quién fue. Pararon una de esas brutales palizas con las que vengaban mi insolencia, porque el director se acercaba con el Jefe de Estudios y dos profesores más. Cogieron a todos los chicos, creo que eran siete u ocho y los encerraron en una sala, a mí en otra con el orientador.
- Hemos llamado a tus padres, vienen para acá. ¿Desde cuándo te ocurre esto?
Quiso tocarme las heridas, pero no lo dejé, interpuse mi mano entre la suya y retiré la cara.
- Vamos, vamos, tranquilo.
No hablé mientras él me sermoneaba con los Derechos Humanos, el deber de habérselo dicho cuanto antes, la rapidez con la que se actúa ahora en estos casos. Él sabía que la mayoría de las cosas que me decía no eran verdad, pero si las creía no iba a ser yo quien despertara a aquel tipo. Pasó tiempo, no sé cuanto y mi madre sin llamar abrió la puerta. Como una furia fue a por el orientador le dijo:
- Se les va a caer el pelo.

Cuando llegué a casa comenzó el interrogatorio. Yo no quería hablar, no lo necesitaba. Durante aquel tiempo había estado callado, durmiendo mal por las noches a causa de los moratones que tenía en todo el cuerpo, de los golpes en la cabeza, de los dolores en los tobillos. En ese momento solo quería descansar, sentirme seguro, lo necesitaba con toda mi alma, lo deseaba. Pero no lo conseguí, tuve que someterme a la vergüenza de contar todas y cada una de las aberraciones a las que me vi sometido, vejado. Comencé como he comenzado esta que es mi historia, después me levanté la camiseta y mi madre contempló asombrada las heridas mal curadas, los golpes dados dos veces en el mismo sitio, la brutalidad humana en un cuerpo adolescente que no se atrevía a pedir clemencia por miedo a recibir más patadas, más puñetazos...



-¿Y por qué crees que te pegaban?- preguntó el psicólogo.
- No sé, doctor, quizás me lo merecía, a lo mejor era una prueba.
- Parece que no hemos adelantado nada. Nadie debe pegar a nadie.
- Ya, doctor.
- Bien. Para el viernes quisiera que me explicases algunas de las cosas que te hicieron. Prepárate para ello. Quiero que te conciencies, si crees que es mejor que me lo traigas escrito... o lo que quieras.
- Gracias, doctor- y se levantó.

Publicado (o eso creo) por Diputación en el certamen de relato corto 2007.

martes, agosto 21, 2007

Los Simpson

El verano comienza para mí cuando es posible ver en casa los dos capítulos seguidos de Los Simpson. Daría un brazo por poder ver las 24 horas del día episodios sin parar, uno tras otro, para no para de reírme con el grandísimo Homer, que ha dado momentos tan espectaculares como estos:


Homer, es, como dijo Matt Groening, su creador: el actor más importante del siglo XX, ¿por qué? Pues lo acaban de ver, además, no tiene cejas.

La familia Simpson está estructurada gracias a la paciencia de Marge, ama de casa incansable y que sabe tomar las decisiones más difíciles en los momentos más disparatados.


Bart es el tocapelotas gamberrete, odiado por todos y cada uno de sus profesores no hace nada más que el vago. Su hermana Lisa, sin embargo, es todo lo contrario: empollona y repipi, sabe corregir al más pintado.
Se llevan fatal.
Por último, la siempre adorable Maggie que apenas habla (hay un capítulo en el que sí lo hace y al final de la película también), tiene momentos muy graciosos.


Infinidad de personajes hacen que Los Simpson sea de las series con mayor audiencia en España. Y eso que los capítulos los han repetido mil veces.(Se recomienda subir el sonido)

jueves, agosto 16, 2007

Hugo Chávez, el humorista

El socialismo que asola con un futuro incierto los Países Sudamericanos, dan a personajes tan peculiares este Chávez. Sus videos en conferencias y su televisión arrasan en YouTube, y de eso va este post, de momentos memorables y de risa de Hugo Chávez.

Allá donde va es apaludido o abucheado porque es uno de esos personajes que o te caen bien desde el principio, o te caen mal para el resto de tu vida. A mí me pasa lo segundo, aunque reconozco que me río de él, o con él, no sé muy bien, por todas esas cosas que dice, algunas veces incluso ingeniosas.

En Venezuela llegó y arrasó, ahora se ha convertido en un personajillo que sueña con hacerse con el poder absoluto, primero silenciando a sus enemigos como Radio Televisión de Caracas, de donde salió el popular Boris Izaguirre, y que tenía entre sus programas uno de una señora gorda que se llama La Bicha y que le daba caña por los cuatro costados; segundo, intenta restaurar la Constitución venezolana para poder ser elegido de nuevo.

Amigo de socialista y comunista como Castro y Morales, Chávez mantiene gracias a su petróleo a Cuba y, en ocasiones, también a Perú. Es por esto, por lo que es una de esas grandes figuras en la América Latina, tanto que incluso ha cambiado la frase de guerra de su ejército que ahora es Socialimo, patria, o muerte.

Sus votantes sabrán a quien votan, digo yo.


Y es que sus peleas televisadas y televisivas con Bush son geniales. Te metiste conmigo, pajarito.





En este video que acaban de ver, Hugo Chávez critica al Bush imperialista y tonto del culo, pero él no se queda atrás, hace lo mismo que él pero mirando para otro lado: para la izquierda.



No les deseo que lo disfruten, pero sí que se rían. Es un gran personaje, de verdad.

lunes, agosto 13, 2007

Larra


Esta mañana pensaba sobre qué publicar en el blog. Se me encendió una idea en alguna parte del cerebro y dije: ¿por qué no hablar sobre Larra? La gente que a mi alrededor paseaba se me quedó mirando, pensando: ¿y quién carajo es Larra? Se preguntaría el personal.
Pues Larra era un detodounpoco del Romanticismo español, pero más que nada articulista conocidísimo en Madrid. De costumbres afrancesadas encontró en esa España oscura, beata y analfabeta un filón para sus artículos críticos que, con maestría, publicaba bajo el nombre de Fígaro.
Pero le pudo el ser un romántico y acabó suicidándose bien joven. Nos dejó Larra unos artículos geniales, una novela histórica, un drama de la época, y algo más.

Les dejo con un par de artículos:

El día de difuntos de 1836

(Fígaro en el cementerio)

En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
–¡Día de Difuntos! –exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–: ¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v... ni los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:
«Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos».
Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».
Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres años».
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».
Y otra añadía, más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».
Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:

Aquí el pensamiento reposa,
en su vida hizo otra cosa.

Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
«La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!»
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!»
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.

Aquí yace el Estatuto,
vivió y murió en un minuto.

Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio, silencio!

El Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836.


El castellano viejo


Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.
Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante? -No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quien fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás:
-¿Quién soy? -gritaba alborozado con el buen éxito de su delicada travesura-. ¿Quién soy?
«Un animal», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:
-Braulio eres -le dije.
Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.
-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?
-¿Quién pudiera sino tú...?
-¿Has venido ya de tu Vizcaya?
-No, Braulio, no he venido.
-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres?, es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?
-Te los deseo muy felices.
-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.
-¿A qué?
-A comer conmigo.
-No es posible.
-No hay remedio.
-No puedo -insisto ya temblando.
-¿No puedes?
-Gracias.
-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F..., ni el conde de P...
¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie?¿Quién quiere parecer vano?
-Pues si no es eso -me interrumpe-, te espero a las dos; en casa se come a la española; temprano.
Tengo mucha gente: tendremos al famoso X., que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.
Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder: un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.
-No faltarás, si no quieres que riñamos.
-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.
-Pues hasta mañana -y me dio un torniscón por despedida.
Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.
Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien pude de tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres: es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omóplatos.
No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere «por plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le «espeta a uno cara a cara». Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir «cumplo» y «miento»; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, y añadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su «cabeza», y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.
Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más que contar para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media.
No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; dejome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!
-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.
-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...
-Bien, pero mira que son las cuatro.
-Al instante comeremos.
Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.
-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.
-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.
-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
-No hay necesidad.
-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
-Pero, Braulio...
-No hay remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!
Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se había creído capaz de contener catorce personas que éramos en una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocáronme por mucha distinción entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadas por todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.
-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó preciso decir.
Necia afectación es ésta, si es mentira, dije yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.
Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.
-Sírvase usted.
-Hágame usted el favor.
-De ninguna manera.
-No lo recibiré.
-Páselo usted a la señora.
-Está bien ahí.
-Perdone usted.
-Gracias.
-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.
Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio el tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.
-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.
-Pero, mujer...
-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.
-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.
-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato-. ¡Excelente!
-Este pescado está pasado.
-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar. ¡El criado es tan bruto!
-¿De dónde se ha traído este vino?
-En eso no tienes razón, porque es...
-Es malísimo.
Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido para advertirle continuamente a su mujer alguna negligencia, queriendo darnos a entender entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones; y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo, tenía la faz encendida y los ojos llorosos.
-Señora, no se incomode usted por eso -le dijo el que a su lado tenía.
-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa; ustedes no saben lo que es esto; otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás...
-Usted, señora mía, hará lo que...
-¡Braulio! ¡Braulio!
Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?
A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo: fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.
El susto fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.
¡Oh honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.
¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! ¡Sí las hay para mí, infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.
-Es preciso.
-Tiene usted que decir algo -claman todos.
-Désele pie forzado; que diga una copla a cada uno.
-Yo le daré el pie: «A don Braulio en este día».
-Señores, ¡por Dios!
-No hay remedio.
-En mi vida he improvisado.
-No se haga usted el chiquito.
-Me marcharé.
-Cerrar la puerta.
-No se sale de aquí sin decir algo.
Y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.
A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.

-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.
Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.

El Pobrecito Hablador, n.º 7, 11 de diciembre de 1832.


Fuente de los artículos de Larra: la siempre genial Biblioteca Cervantes

jueves, agosto 09, 2007

Destinos vacacionales

Ahora que empieza agosto la ciudad se va quedando vacía. Parece mentira pero la gente tiene dinero para irse de vacaciones. Algunos eligen la costa de la provincia malagueña para convertirla en una Córdoba a escala, sin mezquita y sin coches que llevan la música tan alta que es imposible mantener una conversación cuando pasas al lado de ellos o se paran en un semáforo. Fuengirola y toda esa zona olvida en ceceo típico para convertirse en un cordobesista seseo. Cuando vuelven, los cordobeses tornan de su blanco pálido, casi enfermizo, en un color anaranjado no más saludable que el anterior.
Algunos cordobeses, los menos, eligen como destino vacacional ciudades europeas. Deciden coger el avión y plantarse en París, en Londres, Amsterdam y otras tantas ciudades. También están los que se dan en cuerpo y alma a los lugares exóticos y hacen viajes a lugares como Indonesia, India, Japón, o dios sabrá.
Otros optan por el turismo puramente y visitan ciudades como Úbeda y Baeza, o Granada, u otras, con tal de ir un par de días a la playita.

Los que somos pobres y además tenemos que estudiar para septiembre (preparo tranquilamente un post de venganza) nos conformamos con la piscina de Lepanto, ahora llena de gentuza por doquier, y con la saga de novelas de Pepe Carvalho, que me entretengo en leer con la velocidad que me caracteriza.

domingo, agosto 05, 2007

Mi nueva serie favorita

Weeds es una de esas series americana que si mi amigo Jesús no se hubiese descargado, yo hubiese pasado del tema. Ni siquiera había oído hablar de ella, no me sonaba ni la cara de la protagonista, de la que ahora me he enamorado locamente. Me sonaba la canción de los anuncios de Cuatro y poco más.
No es una serie corriente. Humor ácido, bestial en ocasiones, y sensacionales actores se mezclan en una comedia sobre una mujer viuda cuyo único recurso para sobrevivir en la idílica ciudad de Agrestic es vender marihuana. Agrestic es uno de esos barrios de clase media-alta, más bien tirando a alta... mejor vean la presentación de la serie y verán como es éste barrio:


Mary-Louise Parker es Nancy Botwin, la sufrida madre que vende marihuana y tiene que soportar como su criada la chantajea, su hijo mayor es un gamberro, su hijo pequeño es el típico rarito y su cuñado un yonqui, además de un pasota que sólo quiere a las mujeres para aliviar sus deseos sexuales (que forma más bonita de decir que sólo quiere a las tías para follárselas). Además, su mejor amiga es una loca que no quiere a su marido y que está obsesionada porque su hija adelgace. Su hija la insulta y pasa de ella con el apoyo del padre que, por cierto, es uno de los compradores de marihuana, al igual que Doug, su contable. Su proveedora de marihuana es una negra con muy mala leche y cuyos diálogos tienen gran cantidad de motes para Nancy Botwin (culo blanco, blancanieves, copito de nieve...). También está Conrad, el sobrino de ésta, que es negro y está enamorado de Nancy. La primera temporada de Weeds contiene diez capítulos y la doce quince que no duran más de veinticinco minutos, tipo serie de animación. La tercera se estrena el 13 de agosto en Estados Unidos con la incorporación de nuevos personajes.
Ahora, ahí van algunas fotos de los personajes que componen la primera y segunda temporada de la serie:
Nancy Botwin

Sylas y Shane Botwin



Andy Botwin

Celia Hodes
Dean Hodes





Isabelle Hodes



Heylia James


Conrad Shepard


Lupita

Doug Wilson

Por último, un par de videos sobre la serie:



jueves, agosto 02, 2007

Fuegos

El verano es la época, además de los veraneos, de los fuegos. Fuegos que arrasan millares de hectáreas porque a algún loco le ha dado por echar a arder todo un parque natural, sin pensar nada más que en su satisfacción personal, en sentirse realizado.
El incendio de Canarias, por ejemplo, fue una de esas maldades humanas, irrefrenables, que hacen que nuestro cerebro quede a la altura del vetún: un guardia forestal que no iba a ser renovado. Dice uno de los jefecillos: Miraremos con lupa a quien contratamos. ¡No, lupa no, que seguro que le pegas fuego a algo! Miren, no es cuestión de fijarse más en la gente a la que contratan, sino que sepan que son gente cualificada y a la que no se le va a ir la cabeza para cometer tal atrocidad.
O como en Córdoba (Cerro Muriano, concretamente) donde se continúa usando en verano un campo de tiro sabiendo que es peligroso, y esto ha quedado demostrado. Fuego y más fuego que sólo puede ser apagado con aviones cisterna y helicópteros. Explosión fortuita. Claro que sí.

Pero bueno, supongo que el fuego es parte del verano, porque si no hay fuego no hay verano, y si en las noticias no dicen que el viento dificulta las labores de extinción, pues como que el verano queda un poco vacío, aunque prefiero un verano vacío que un verano lleno de fuegos.